sábado, 26 abril 2014, 15:25
de Santiago Segurola en EL APUNTE
Escribía Patxo Unzueta en un
delicioso perfil de Piru Gainza, el mítico extremo izquierdo del
Athletic, que "la humanidad siempre se ha dividido entre quienes
aspiraban a convertirse en figura central de la representación, y los
que preferían ser los autores del último pase". Se refería por elevación
a grandes jugadores: el goleador Zarra y el astuto Gainza, que nunca
fue el jefe de su cuadrilla. Piru era el número 2, "el que desdeña el
triunfo porque su destino es aún más glorioso: contar con el
reconocimiento secreto del número 1". No sabemos qué clase de líder
habría sido Tito Vilanova, pero no hay duda de lo que fue como segundo
en la configuración del excepcional Barça que dirigió Pep Guardiola. Si
la teoría de Patxo Unzueta es cierta, y no hay ninguna razón para
desmentirla, la figura de Vilanova adquiere en ese Barça un valor
trascendental.
Nunca pareció cómodo en el papel de personaje central,
ni tan siquiera como jugador. Los aficionados más veteranos recuerdan
un espigado Vilanova en una de las ediciones más celebradas del Barça
juvenil, el que ganó dos Copas sucesivas, la primera frente al Real
Madrid, en 1986, y la segunda frente al Athletic, en 1987. Cerca de
15.000 personas acudieron para presenciar en Las Gaunas el partido que
enfrentaba al Barça de Rexach -otro inolvidable segundo- con el equipo
que dirigía Txetxu Rojo, uno de los más recordados en Bilbao, con
jugadores como Alkorta, Garitano y Uribarrena. Nunca se habían
enfrentado los dos equipos en una final de Copa. La expectación era
desbordante. El Barça había forjado una gran generación de jugadores. Se
hablaba del centrocampista Amor, de Ferrer, del delantero Ramón y de
Vilanova, un elegante centrocampista que no hacía ruido pero jugaba de
maravilla.
Ya entonces, cuando era un aprendiz de jugador,
Vilanova hacía las cosas a su manera, sin concesiones gratuitas. Tenía
fama de futbolista frío. En aquella final, el Barça remontó a última
hora, con el gol ganador de Vilanova. Sus cualidades representaban la
idea que se tiene de los jugadores del Barcelona. Futbolista de clase,
inteligente, más inclinado a manejar la pelota que a perseguirla. No
llegó al primer equipo, pero hizo carrera como futbolista en varios
equipos, incluido el Celta. En alguna etapa de su carrera se ganó el
apodo de El Marqués, seguramente por su calidad y su poco interés por embarrarse en la clase de fútbol que no le gustaba.
Sus cualidades como número 2 comenzaron a
apreciarse después de la llamada que recibió de Guardiola poco antes
del verano de 2007. Guardiola, designado entrenador del Barça B que
había descendido a Tercera división, reclamó a Vilanova como ayudante.
Presionó hasta conseguir su contratación. En las oficinas del Barça,
mucha gente se preguntaba por la insistencia del técnico en reclamar el
fichaje del director deportivo del Terrassa, que no atravesaba un buen
momento. Guardiola conocía a Vilanova desde los tiempos de la Masía.
Sabía que funcionaba en su misma onda futbolística y que tenían
caracteres complementarios.
Un domingo de septiembre, en 2007, comenzó una
aventura fabulosa. El Barça B se enfrentó al Premià de Mar en el primer
partido de la temporada de Tercera división. Empataron a cero. La
mañana era tan luminosa como el entusiasmo de los dos jóvenes
entrenadores. Se podía adivinar el éxito en la mezcla de ambición y
grandes convicciones que caracterizaban a la sociedad
Guardiola-Vilanova. El Barça B ganó la Liga, subió a Segunda B y
Guardiola fue nombrado entrenador del primer equipo. Informó a los
dirigentes del club que Vilanova era esencial en su proyecto y que eso
merecía reconocerse en su contrato.
Lo que sucedió en los cuatro siguientes años es
historia del fútbol. El Barça ganó una tonelada de títulos y cautivó
con su fútbol. La comunicación entre Guardiola y Vilanova era fluida.
Eran amigos, hablaban el mismo idioma futbolístico, se complementaban.
Aunque era el segundo del cuerpo técnico, la importancia de Vilanova
ante Guardiola era la que Patxo Unzueta destinaba a Gainza en su
relación con Zarra. Su papel se hizo cada vez más visible. Merecía la
pena atender a sus jugosas opiniones en las entrevistas que cada vez se
sucedían con más frecuencia. Vilanova no era un segundo cualquiera.
Estaba claro, a los ojos de cualquiera, que ejercía un papel sustancial
en aquel equipo irrepetible. Y parecía que esa posición es la que
deseaba, la que mejor encajaba con su carácter tenaz y discreto.
La simbiosis Guardiola-Vilanova fue decisiva en
la creación de una orquesta futbolística que jamás será olvidada. Se
rompió el encanto después de cinco temporadas, sensacionales en muchos
aspectos, pero cargadas de enormes tensiones, de un desgaste que se hizo
evidente en los dos entrenadores. Por momentos parecieron consumidos.
Se advertía en sus rostros. En el último año se anunció la enfermedad de
Vilanova, un shock que conmovió al Barça y al fútbol español. Apenas
tenía 41 años. Pocos meses después, Guardiola comunicó su salida del
club. Ese mismo día, el Barça nombró entrenador del equipo a Vilanova,
decisión recibida con alivio por la hinchada azulgrana.
La pequeña gran sociedad se rompió en ese momento.
Con la ruptura comenzaron los comentarios, las leyendas urbanas y, en
muchos casos, la maledicencia de los cotillas. La designación de
Vilanova significó un cambio radical: ahora tenía que ejercer de
primero, una experiencia fascinante que solo pudo concretarse durante
unos pocos meses, los que separaron el verano con los primeros días del
invierno de 2012. El Barça funcionó bien con Vilanova. Encabezó la Liga
con unos números magníficos. Se pensó en lo acertado del relevo. Dicen
que también tenía madera de primero. Pero regresó el cáncer. Quiso
seguir, pero la enfermedad avanzó de forma fulminante, con la misma
respuesta que caracterizaba a Vilanova como entrenador. Despreció
cualquier clase de ruido. No figuraba en su naturaleza. Lo suyo era la
discreción y el trabajo bien hecho.